Primero fue Milito, descartado porque estaba cojo. Y el Madrid
perdió la fi nal de la Copa del Rey, gran partido del argentino. Luego fue
Morientes, cedido porque no hacían falta sus goles. Y el Madrid fue eliminado de
la Champions, dos tantos del Moro. Y ayer fue Valdo, traspasado porque no tenía
sitio, alguien debió pensar que había canteranos mejores, alguien con los ojos
vendados. Su gol y su asistencia, su actuación en general, dejan al Madrid en la
peor situación desde que Florentino Pérez es presidente del club: ni Copa, ni
Champions, ni liderato en la Liga. Y con ser malo, tal vez no sea eso lo peor,
sino la falta de fe en el proyecto, el descrédito: el público que todo lo
perdonaba ayer no perdonó más.
Lo que podía haber sido una crisis deportiva se ha transformado
en una crisis institucional por la machacona insistencia del destino en hacer
coincidir cada puñetazo con un cabo que se dejó suelto, con una mala gestión. No
es frecuente que los errores se cobren sus facturas al mismo tiempo, puede
suceder, pero no es habitual que todos los dedos coincidan en apuntar a los
responsables.
Seguramente esa relación de equivocaciones comenzó cuando
después de ganar la pasada Liga se decidió prescindir de Vicente del Bosque, sin
motivos claros ni explicaciones convincentes; quedó la sensación de que se le
cambió por un tipo que hablaba inglés y le sentaban bien los trajes, por alguien
menos calvo, más dócil.
Ahí comenzó todo. En ese momento aquel sueño del club modélico,
con lo mejor de las empresas modernas y el espíritu de los viejos tiempos,
empezó ponerse trampas. Ese presidente salvador, el magnate que había rescatado
a la entidad del pozo económico y había sido capaz de mantenerse al margen, caía
en la tentación de imponer su criterio en un aspecto deportivo, de pensar que
sabía, como hacen todos.
No aportó nada la llegada de Queiroz, del que se dijo que era un
técnico de perfil bajo, lo que ya le quitaba toda autoridad antes de empezar. Su
fichaje fue un mal ejemplo para la plantilla, que siguió insistiendo en sus
vicios, cómoda, regalada de sí misma. El problema es que en un equipo tan bueno
es muy difícil detectar la enfermedad si no es en los momentos decisivos. Se
ganaban partidos, muchas veces con brillantez, se lideraba la Liga, Europa se
rendía a sus pies.
Pero aquello no era más que un paraíso artificial. Al Madrid
sólo se le puede juzgar por el último tercio de la competición, donde se
resuelven los títulos. Y ha sido en ese momento cuando se han multiplicado las
calamidades.
El partido contra Osasuna ha sido la última de las desgracias y
ha vuelto a hacer hincapié, casi cruelmente, en las carencias intuidas y
comprobadas, la debilidad de la defensa y la absoluta incapacidad del equipo
para protegerse en los balones por alto. Bastó que le metieran el dedo en esa
llaga para que el equipo se derrumbara, por completo.
Osasuna marcó en el minuto 2, gol de Valdo. Y ya le había dado
tiempo de tener otra oportunidad, bastante clara. En ambas ocasiones los
centrales fallaron clamorosamente, descoordinados, blanditos, que es lo peor que
se puede decir de un central. El estadio entró en esos silencios que asustan
porque acusan.
No hubo reacción inmediata, ni la hubo después, ni tampoco más
tarde. El Madrid estaba roto, empujado por embestidas individuales, dominado por
la total improvisación y me atrevería a decir que con el peso de la culpa a
cuestas. Valdo estuvo a punto de marcar otra vez a la salida de un córner. Nadie
le defendía, y se le distingue bien. Volvió a rozar el gol minutos después.
En el Madrid sólo existía Roberto Carlos, su banda y sus
incursiones, un par de ellas resueltas con potentísimos disparos. Pero el
infortunio culminó en el minuto 25, cuando se lesionó Ronaldo, en una jugada
aparentemente sin importancia. Volvió a ser en la cara posterior del muslo
izquierdo, en la misma zona en la que se rompió las fibras hace apenas un mes.
No somos médicos, nada entendemos más allá del manejo de la mercromina, pero es
imposible no pensar que quizá estas lesiones se producen porque Ronaldo no está
en forma, porque le sobran algunos kilos, porque los entrenamientos son poco
exigentes.
Cuando se confirmó la lesión de Ronaldo, Queiroz volvió a
sorprender con una decisión insólita: Borja sustituiría a Ronie y Guti jugaría
como segunda punta junto a Raúl. Más allá del planteamiento táctico (cuando
menos dudoso) la estética del cambio era deplorable: no puedes ir perdiendo en
el Bernabéu, con una galerna sobre tu cabeza, y meter a un centrocampista sin
fuste y no al delantero centro reserva, a Portillo, es comprometer a uno y
humillar al otro, voy más lejos, es no respetar lo que quiere el pueblo.
De hecho, el Madrid siguió hundiéndose, sin el pretendido orden
y sin un gramo de pólvora porque no la tiene Raúl y porque es imposible reciclar
a Guti en lo que fue y en lo que quisimos que olvidara. Hubo un par de
ocasiones, pero fueron más por titubeos de Sanzol.
Osasuna disfrutaba del partido soñado, aquel que le permitía
explotar sus virtudes defensivas y salir a la contra con Valdo, escoltado por el
Chengue Morales, delantero tipo ropero-estorbo de esos que meriendan entrales
del Madrid. Y la situación se le puso todavía ejor cuando Casillas se unió al
desastre y salió a or uvas, sin sentido, hasta la frontal del área, quizá lo que
quería era scaparse. El balón quedó en los pies de Pablo García, que marcó con
un globito facilón. Ya era evidente que sería la noche de la pascua, no de la
resurrección.
En la segunda mitad, a la ausencia de fútbol del Madrid se unió
la mala suerte, ese infortunio que se mezcla con la torpeza, los lanzamientos de
falta tropezaban en jugadores propios, siempre había un defensa de Osasuna para
despejar el balón que se colaba.
El tercero vino en un contragolpe, quizá fuera de juego,
conducido por Valdo, que se metió en el área y la templó al segundo palo, donde
cabeceó, fantástico, Moha. Aloisi perdonó el cuarto. Y entonces se vieron
pañuelos, algunos dirigidos hacia el palco, nunca se había visto eso en los
últimos cuatro años, construir el mejor equipo del mundo tiene el inconveniente
de que detrás del entrenador sólo queda el presidente.
Lo que quedó fue ese desangrarse de los equipos sin cabeza. Y en
ese horror Zidane fue protagonista, especialmente desafortunado, perdido. Figo
al menos lo intentaba, al igual que Raúl, al que siempre le queda el espíritu (sólo
eso, últimamente), incluso Beckham se dejaba la piel y estuvo a punto de marcar
un gol desde el centro del campo, uno de esos tantos que pueden maquillar una
crisis, que pudo, quizá. Faltaban diez minutos para el fi nal del partido y el
estadio estaba casi vacío, una imagen dolorosísima en el equipo capaz de
convocar multitudes a su paso.
Alguien debe entender que ha llegado el momento de cambiar algo.
Aquellos que presumían de que el Madrid era un club tan grande que gestionaba (o
cortaba cabezas) desde el éxito, debe demostrar ahora su capacidad para hacerlo
ahora desde la crisis.
Es hermoso confiar en el talento, dejarse llevar por la
improvisación, concentrar maravillosos jugadores y lanzarlos al ataque. Pero el
fútbol no es sólo eso, no es fiarlo todo a los futbolistas, aunque eso sea muy
romántico. Debe haber orden, disciplina y sacrificio. Y el jugador que se cree
invulnerable, sin necesidad de entrenador, acaba pensando que su genialidad
siempre termina por rescatarle, para qué correr, para qué sufrir. Hay un mal
planteamiento de fondo, un pecado de soberbia. No basta con tener a los mejores.
Hay que hacerlos jugar. Jugar juntos.
EN LA LIGA: Ningún líder dejó 8 puntos
Con su derrota de anoche, el Real Madrid marcó un triste hito en
la historia de la Liga. Hasta ahora, un líder nunca había sido desbancado del
primer puesto teniendo ocho puntos de ventaja sobre el segundo. El equipo blanco
logró esta distancia en la 26ª jornada y seis después el Valencia le ha superado.