Es difícil explicar cómo empieza
todo, cómo se desencadena. El caso es que de repente te encuentras envuelto. Si
consigues abstraerte un poco, que no es fácil, compruebas que la hipnosis es
colectiva, porque todos los que miran sonríen. No es una actitud pasiva, se
acompaña de comentarios, al principio elogiosos y después faltones, insultos en
toda regla, que es la forma más sublime del halago.
El incendio surge siempre con un
chispazo, con dos buenos pases o con algo que se inventa Zidane. Y ya está liada.
Es como una inundación de talento que deja al enemigo, que parecía apuesto,
convertido en el payaso al que le estrellan todas las tartas. Así fue el partido,
aproximadamente.
Da igual lo que suceda alrededor o
lo que hubiera pasado antes si el Real Madrid se pone a jugar al fútbol. Por eso
no importó que el Olympique llegara con peligro y descaro, ni siquiera que se
pusiera por delante. No está el miedo entre los sentimientos que inspira el
Madrid, ya no. Además creo recordar que había algo en el ambiente que daba
seguridad, un buen presagio, o quizá fuera Zidane.
Sí, debía ser Zidane. Porque si es
cierto que todos jugaron bien, lo suyo fue excelso. Y no hablo de sus detalles,
siempre maravillosos, hablo de su presencia, de su capacidad para dominarlo todo
y para construir lugares en los que no está, como la banda izquierda, de la que
tomó posesión Roberto Carlos.
El placer viene cuando se suman los
otros, como ayer. Entonces el Madrid sí es un equipo, el mejor del mundo, mejor
todavía con la incorporación de Beckham, un gran futbolista que ha sido adoptado
por el Bernabéu con un fervor paternal.
Frente al Olympique, se confirmó
que el rendimiento del inglés se multiplica en el centro del campo, porque,
además de su brega, ofrece una salida en largo que jamás había explotado este
equipo, vicioso del pasecito en corto. Los pases de Beckham agrandan al Madrid y
son el camino más corto para liberarse de la presión enemiga, antes un problema.
Uno de esos pases propició el
primer gol, el empate. Fue un toque seco, de esos que suspenden el balón en el
aire. La pelota no parecía tener sentido porque llegaba por detrás de la línea
de delanteros, pero Roberto Carlos se lo dio: empalmó a media altura y hacia
abajo (no lo prueben, señores) y el misil entró por la escuadra. Cosas así
convierten un partido en una superproducción, en Hollywood, en el barco de
Briatore, en lo que imaginen más festivo. Y el vendaval consiguiente no hay
quien lo pare.
El rodillo. Otro pase de Beckham le
dio una idea a Salgado, que penetró, le salió un tipo y le hizo el Bisbal: giro
de cintura hacia el norte y escapada por el sur, regalo a Ronaldo y el otro que
lo acepta. Y después Zidane, que se va de crucero por el campo, y otra vez
Ronaldo y el penalti de Figo y los que pudieron pitar y el milagro de Casillas.
Simplemente maravilloso.
Situaciones así, tan placenteras,
provocan en el público reacciones extrañas. Por ejemplo, los momentos de mayor
esplendor tienen un efecto embriagador en los espectadores, que, de pronto,
comienzan a hacer generosas sugerencias, actitud impagable cuando al que firma
no se le ocurre nada: “Pon que a Zidane le deberían pitar falta en todas las
jugadas”. ¿Por qué? “Porque las controla todas con la mano”. Muy bueno esto. Y
viene otro cautivado por el sistema invisible: “Pon que quien quiera equilibrios
que se vaya al circo. O mejor aún, pon que para equilibrios Pinito del Oro”. Y
llega otro extasiado: “Pon que no hace falta entrenador, que bajen a Di Stéfano
con la gorra...”. Y así se marchan todos, hablando solos, sonriendo.
El fútbol no suele ser así, pero
esto ya lo dijimos la última vez y sigue siendo. Yo llamaría a todos aquellos a
los que no les gusta para que probaran. Es el momento, ahora o nunca.